Fernando Cuadra: una larga vida dedicada al teatro (1927 -2020)
Pese a que sus creaciones no han sido ampliamente conocidas, estas son obras destacadas por la forma como se enraízan en la historia y en la cultura chilena. Como integrante de la llamada Generación de los teatros universitarios, su trabajo ha marcado un hito en nuestra dramaturgia.
El dramaturgo chileno Fernando Cuadra ha cumplido 90 años de edad. Desde el balneario de Cartagena, en el litoral central, nos imaginamos a Cuadra recorriendo la extensa costa con el mar de fondo y el ruido de las gaviotas. Recorriendo y recordando, haciendo tal vez un balance de esa larga vida dedicada al teatro y, también, hay que reconocerlo, a ingratas labores administrativas. Por eso, queremos aludir a algunas de sus obras como un testimonio a una dramaturgia que es más desconocida que conocida. Como generalmente acontece en nuestro país.
ACERCAMIENTO AL MUNDO DEL TEATRO
No es mucha la información biográfica que se tiene de Cuadra. En una entrevista que le realicé hace diecisiete años, en un programa televisivo, señaló respecto a sus años de infancia: «Mi única entretención era jugar al teatro. Entonces, cuando invitaba a mis compañeros de colegio a la casona donde vivía, nos instalábamos en el tercer patio, que era el patio de la servidumbre. Ahí, yo había construido mi teatro, y tenía unos muñecos de lana que representaban a las actrices». A su vez, aludió a las influencias en sus primeras obras: «Mis primeras obras estuvieron nutridas por las lecturas de la Biblia y de las primeras tragedias. De hecho, aquellas con las que gané premios, y por las que me apodaron «el Mozart del teatro chileno», fueron Las murallas de Jericó y Las medeas. Así, desde un principio, hubo un marcado interés por lo trágico».
Cuando se habla de Fernando Cuadra, su nombre se emparenta con otros dramaturgos chilenos pertenecientes a la llamada «generación de los teatros universitarios» (Díaz, Wolff, Heiremans, Vodanovic, Sieveking, Aguirre…), la cual marcó un hito en nuestra dramaturgia. A pesar de ello, el propio Cuadra no participa demasiado de esta categorización: «Si bien existe una relación cronológica en cuanto a fechas de nacimiento, nunca he tenido una relación muy profunda con los que serían mis compañeros generacionales. Sin embargo, coincidimos en un hecho: esa generación surge bajo el alero y estímulo del proceso de creación de los teatros universitarios». Por otra parte, el crítico e investigador Juan Andrés Piña establece ciertas conexiones con sus coetáneos: «Cuadra tiene en común con estos dramaturgos un interés a veces por rescatar el pasado histórico chileno como lo hiciera María Asunción Requena o Fernando Debesa; indagar en ciertos ambientes folclóricos maravillosos, como Sieveking; preocuparse por los temas chilenos, sus clases sociales y conflictos típicos, como algo de Vodanovic o Wolff. Cuadra indaga los temas chilenos a fondo, retrata a la clase media y baja, hace una radiografía de sus problemas más comunes, estudia el matriarcado, los problemas laborales, las conductas típicas que llevan a resolver los conflictos de determinadas formas, imita al centímetro el lenguaje popular, campesino, juvenil de determinadas épocas».
De su producción dramática, iniciada en la década de los cincuenta, el profesor español Teodosio Fernandez, en «El teatro chileno contemporáneo», da una sucinta información, con fechas y clasificaciones: «A partir de 1950 Fernando Cuadra inició un progresivo acercamiento a la temática nacional, cuyos primeros resultados fueron la comedia Elisa (1953) —inspirada en el folclore local— y el «drama psicológico» La desconocida (1954). En su copiosa producción posterior figuran piezas de muy diversa factura, como el «drama rural costumbrista» Doña Tierra (1957), los «dramas costumbristas sociales» La vuelta al hogar (1955- 56) y El diablo está en Machalí (1958), los «dramas sociales» Los sacrificados (1959) y Los avestruces (1963), el «melodrama» El Mandamás (1960), el «drama histórico» Rancagua 1814 (1960), las «comedias dramáticas» El oso en la trampa (1963), Laura en los infiernos (1964-65), La familia de Marta Mardones (1966) y Fin de curso (1967), las «crónicas dramáticas» Pan amargo (1964) y La niña en la palomera (1965), además de adaptaciones, comedias musicales y piezas para niños».
Del conocimiento que poseemos de su teatro, incluyendo lecturas de sus textos y algunos montajes, se pueden rescatar diversas etapas en su producción, una más bien realista (incluyendo lo documental) y otra más bien de carácter experimental. Además, la presencia de lo trágico es una constante (a su vez, tiene algunos artículos sobre esta temática) y la presencia de la mujer se visualiza en muchas de sus obras (junto a lo anterior, el tema de la familia).
DÉCADA DE LOS CINCUENTA Y DE LOS SESENTA
En las mencionadas décadas, sin duda, la obra más paradigmática (incluso de su producción total) es La niña en la palomera. Pero, previamente, quisiéramos aludir a textos anteriores. El primero de ellos es Doña Tierra (1956), subtitulado «drama rural en tres actos». Tanto por esta ruralidad, por su lenguaje y por las características del personaje protagónico, dicha obra se entronca con La viuda de Apablaza, de Germán Luco Cruchaga. Como se infiera del título, el tema de la tierra (la defensa de la misma, su posesión, la apropiación ilegítima y las fatalidades implícitas) está presente y, ante el cual, la madre (personaje protagónico) señala: «Mira… lo que pasa es que yo solo hei sabío querer a la tierra por encima ‘e cualquier cosa. ¿Sabís? Es como si juera mi único Dios». Al respecto, Cuadra se refiere a su génesis: «Doña Tierra, obra muy querida para mí, ya que surge durante mi estadía de dos años y medio en Europa, lugar donde tomé plena conciencia de que la escritura me permitía establecer mis raíces». Más allá de este costumbrismo presente en varios textos del período, hay que mencionar el tema del matriarcado, que también se va a constituir en una constante de su dramaturgia. Del mismo año y aprovechando este viaje a Europa, Fernando Cuadra da a conocer en Madrid La vuelta al hogar, transformándose en el estreno oficial. En esta obra, se percibe otra de las constantes de la dramaturgia de Cuadra: estudio de caracteres, dentro de un marco de conflictividad social. En todo caso, tal como reflexiona el autor de la obra, esta constante social se va a concretar en el estudio de clases y realidades sociales chilenas, constituyéndose —por así decirlo— en uno de sus temas obsesivos.
Como se señaló anteriormente, lo documental es un recurso utilizado por Cuadra en algunos de sus textos. Así, previo a La niña en la palomera, escribe Los sacrificados (1959) y Los avestruces (1962). La primera está basada en un suceso ocurrido en Santiago en los años cincuenta, en lo que Teodosio Fernández trata de «teatro proletario». El hecho detonante es la muerte de varios obreros, al caerse el andamio donde trabajaban; al respecto, Juan Andrés Piña menciona: «A la manera de una crónica muy cercana al estilo del cine neorrealista italiano, la pieza hurga en la tramoya política y social que ampara estos sucesos, en las razones de organización de una sociedad que promueve la injusticia y la pobreza. La denuncia implícita a la obra habla de Cuadra como un dramaturgo capaz de entregar la crónica de la desgracia o la tragedia de un grupo de hombres anónimos y olvidados y alcanzar una altura crítica que posteriormente aparece en menor medida». En la segunda, «me llega la información de que un liceo de Matucana era el prostíbulo elegante de los señoritos bien de otros barrios. Entonces, vuelvo a realizar investigaciones, que se traducen en la escritura de Los avestruces».
LA NIÑA EN LA PALOMERA
Esta historia de una adolescente (Ana) que entra en conflicto generacional con sus padres, fue estrenada por el Teatro de la Universidad Católica en 1966, bajo la dirección de Fernando Colina. Cuadra alude a su génesis: «Un día abro Las Últimas Noticias, diario que no leo mucho, pero que siempre está en casa, y encuentro en las páginas policiales, que me interesan bastante, una crónica sobre «El caso de la niña en la palomera». Entonces, siento que hay mucha poesía allí, y después de leerlo, decido investigar». En relación con lo anterior la obra se centra en el personaje de Ana, y su vinculación con sus padres, con su amiga Gaby, con «la patota» y, especialmente, con Manuel, un hombre mucho mayor que ella, y que la lleva a vivir en el altillo de su casa. Pero ella va madurando y, a la vez, se va dando cuenta que no todo es flor de rosa: «Y después, cuando me trajiste a esta palomera. A esta inmundicia. A esta porquería». Una obra de estas características conlleva otros motivos literarios: incomunicación, violencia intrafamiliar, machismo, el carácter realista y documental, la mostración del medio ambiente, el lenguaje de la época. Para Piña, «aunque esta última no es una gran obra, tiene valor por el carácter documental de su propuesta: entregar el fragmento de una realidad chilena de los grupos relativamente desposeídos que progresivamente es más alarmante». El mismo Piña como Elena Castedo-Ellerman resaltan la funcionalidad de «la patota», que se constituye como otro personaje más; para Castedo-Ellermann, «un aspecto positivo de la obra es «la patota», grupo de muchachos que funcionan como coro, comentando con palabras, sonidos, risas y hasta aullidos las reacciones de los demás». Finalmente, a lo largo del texto, resalta un leitmotiv de carácter musical, en donde las diversas acotaciones se refieren a la melodía cambiante en función del desarrollo dramático; a manera de ejemplo, «lánguida melodía estival tocada en un organillo callejero», «melodía del organillo, angustiada y dolorosa ahora», «suave y tierna», «cargada de sensualidad».
DÉCADAS POSTERIORES
Del resto de la producción dramática de Cuadra quisiéramos hacer una breve referencia a La familia de Marta Mardones (1976), Huinca emperador (1987) y Los monologantes (1997). La primera de ellas, estrenada en 1976 por el Teatro Teknos de la Universidad Técnica del Estado, bajo la dirección de Pedro Mortheiru, uno de los grandes directores proveniente de los teatros universitarios. Nuevamente el tema del matriarcado, en donde la protagonista, Marta Mardones, defiende con uñas y dientes a su familia. Cuadra indica que «en relación a La familia de Marta Mardones, estudié mucho, incluso revisando la dramaturgia de Armando Moock, ya que él fue un dramaturgo que trabajó de manera especial los personajes femeninos». Huinca emperador es una obra que, en cierta forma, significa una ruptura con sus producciones que tenían, como tema obsesivo, una búsqueda de lo chileno, materializado en el drama realista documental (estudio de caracteres y de conflictos sociales) y en la crónica sobre ciertos sucesos nacionales. Huinca emperador, «una reflexión sobre el poder», es la historia de un desafío. En efecto, Nguenechen (el dios mayor) echa en cara a Huinca sus actos innobles («has encarcelado, has perseguido, has torturado, has violado, has asesinado, has robado…») y lo conmina a aceptar su destino, pero Huinca justifica sus acciones y, en el fondo, se justifica a sí mismo, y se levanta en franca rebeldía ante todas las jerarquías del cielo y de la tierra. A pesar de estar consciente de sus actos, se aferra a un poder que, poco a poco, lo termina aplastando. Finalmente, Los monologantes —junto a Aldo Droguett— es un texto conformado por cuatro monólogos de personajes vinculados con la heroína clásica por antonomasia: Antígona. Así, al margen de la especificidad de cada uno de los discursos dramáticos, se percibe una intencionalidad común, un implícito mensaje político y, más que nada, la presencia inevitable de la temática de la muerte. Dos escrituras para cuatro monólogos, la de Fernando Cuadra y la de Aldo Droguett. El primero se encarga de los personajes femeninos; el segundo, de los masculinos. Sin duda, prevalece el oficio de Cuadra, con una mayor carga poética, sobre una dramaturgia algo titubeante de Droguett. En el primer caso, tenemos Ismena y Eurídice, con motivos recurrentes como el miedo, el dolor, la soledad, la muerte, la necesidad de amor, el resentimiento: ambos son sendos gritos de rebeldía, dirigidos a la hermana (Antígona) y al esposo (Creonte), respectivamente.
Cincuenta años escribiendo teatro (El día en que comenzó la investigación de la muerte de Lidia Fernández es del 2005), es decir, toda una vida. A ello se agrega la publicación de una novela, su decanato en la Facultad de Arte de la Universidad de Chile, la creación de su academia de teatro. Es decir, una labor que se inserta en la historia del teatro chileno. MSJ
© Revista Mensaje / Eduardo Guerrero del Río