Porfías nerudianas
Por Darío Oses
Biblioteca y Archivos, Fundación Pablo Neruda
Pablo Neruda fue un poeta tempranamente fascinado por el mundo. Su fascinación inicial fue bosque nativo del sur de Chile. Aún era niño cuando reparó en la persistente humedad que descomponía hojas y árboles muertos y de ese barro primordial resurgía la vida en un ciclo sin fin. En sus memorias anotó: “De aquellas tierras, de aquel barro, de aquel silencio, he salido yo a andar, a cantar por el mundo.”
En una conferencia de solidaridad con la República española dijo: “Yo soy un poeta, el más ensimismado en la contemplación de la tierra; yo he querido romper con mi pequeña y desordenada poesía el cerco de misterio que rodea la madera y a la piedra; yo especialicé mi corazón para escuchar todos los sonidos que el universo desataba en la oceánica noche, en las silenciosas extensiones de la tierra o del aire.” Luego agregaba que, además, le era imposible dejar de oír también “un latido de dolores humanos, un coro de sangre como nuevo y terrible movimiento de olas…”
En su poesía confluyen el mundo natural con el humano: la savia con la sangre. Su obra nace de la contemplación del mundo, y de su pertenencia a la comunidad humana a la que pedía: “aceptadme entre vosotros como un hombre más, como un hombre común, a veces dolorido y a veces alegre…”
En sus Odas elementales proclama: No puedo / sin la vida vivir, / sin el hombre ser hombre…” Y agrega: “Dadme para mi vida / todas las vidas, / dadme todo el dolor de todo el mundo, yo voy a transformarlo en esperanza…”
El poeta busca convertirse en la voz del colectivo humano.
En su poema “El gran mantel” construye una breve utopía sobre la base de “una mesa de dimensiones colosales, donde hay lugar para todo el mundo”:
“Sentémonos pronto a comer / con todos los que no han comido, / pongamos los largos manteles, la sal en los lagos del mundo, / panaderías planetarias, / mesas con fresas en la nieve, / y un plato como la luna / en donde todos almorcemos.
Aun cuando la obra poética de Neruda tiene diferentes momentos, en ella pueden discernirse ciertas constantes, como esta de la confluencia de los temas de la humanidad y del mundo: la armonía de la naturaleza, por una parte y por la otra, la armonía que deriva de la fraternidad humana.
Existe también un modo apocalíptico de la poesía nerudiana. Su libro más apocalíptico es Fin de mundo. Pero en esta obra, después de la distopía, el poeta termina desplegando porfiadamente la esperanza:
“…morí con todos los muertos / por eso pude revivir / empeñado en mi testimonio / y en mi esperanza irreductible.
(…)
“Rompiendo los astros recientes, / golpeando metales furiosos / entre las estrellas futuras, / endurecidos de sufrir, / cansados de ir y volver, encontraremos la alegría / en el planeta más amargo.
“Adiós
“Tierra te beso y me despido.”
Hoy, en una época de modo apocalíptico, podríamos intentar una relectura utópica de la poesía de Neruda. También de su biografía: ya muerto ganó su última batalla cuando sus funerales se convirtieron en la primera manifestación de protesta contra la dictadura.
Además, el poeta se transformó en un referente ético y en un emblema de aquella derrotada democracia que dio estabilidad al país a través de la expansión de grandes proyectos de bienestar social.
Neruda había terminado su discurso de agradecimiento del Premio Nobel, citando a Rimbaud: “solo con una ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos los hombres.” Hay aquí un programa político: el de la utopía que se gana con avances y retrocesos, con ardiente porfía.
Tal vez esa meta fue ambiciosa. Pero es posible mitigar el apocalipsis con la conmemoración de los que alguna vez se empeñaron en entrar en la ciudad espléndida, aun cuando no lo consiguieran. Pero en el intento porfiado y reiterado podría estar al menos una parte de la victoria.